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¡Jijo Tronco Llorón!

Le sucedió a un leñador en un mayo de calores. Tata Melchor se levantó, el horizonte era apenas una línea lechosa, tomó su morral de hita con la piedra de asentar, un machete, fósforos, una botella de agua y se alzó el hacha al hombro; le gritó a sus hijos:

“¡Miguel, Bibiano, levántense! Me alcanzan en el cerro con los burros”. Y dando grandes zancadas se fue.

Cuando entró al monte el sol ya asomaba la cabeza amarilla y se lamentó diciendo: “¡Mal allá!”, y apretó el paso. Muy cerca de los tepetates encontró un pequeño tronco; paró, colgó el sutupo en un árbol y sacó la botella, glu, glu, glu, “!ah!, qué bueno sabe este alcohol para calentarse, aquí mi vieja no puede estar chingando”, dijo en voz alta. Se decidió a leñar en aquel lugar. Se escupió las manos, se las restregó y tomó el hacha; apenas la iba a levantar cuando escuchó una voz que decía: “No me vayas a dar muy fuerte”.
Entonces paró y miró alrededor, pero nada. Pensó que era el apuro del chamaco que venía en camino y empuñó de nuevo. El filo venía en el aire cuando oyó: “¡ay, ay, ay!”. Esta vez le voló un pedazo de tecata y estiró el cuello para observar por encima del jaral, nada. Se rascó la nuca y creyó que las panzas por alimentar lo estaban chiflando. Sin pensar mucho, le dio otro hachazo y entonces escuchó claramente:
“¡Me cortas!”. Giró el pescuezo hacía el camino, seguro de que era su hijo Bibiano, el más laracoso, pero nada de nuevo. Entonces aventó el trozo a un lado y gruñó: “¡Jijo tronco llorón!”. Buscó otros palos alrededor y, en un dos por tres, completó el viaje.
¡Guau, guau, guau! se oyó el ladrido de la Golondrina a lo lejos, espantando pájaros, ardillas, coyotes y el sosiego del monte. Bibiano y Miguel asomaron por el camino encaramados en los burros que mascaban hojas. Le entregaron al leñador diez tacos de frijoles y dos chiles y, mientras almorzó, ellos cargaron las bestias. Ya de regreso Melchor le entregó a Miguel el tronco gritón.

—Se lo llevas a tu mamá para lumbre —ordenó.
Los hijos del leñador fiu, fiuu silbaron por las calles del pueblo hasta que doña Luisa salió y les compró las cargas de leña. Luego corrieron corrieron para su casa hambreados, Bibiano apenas cruzó el cerco de su casa, le entregó el leño a su madre. “Para calentar tortillas, amá”, le murmuró y se acomodó en la chimenea.

La esposa del leñador metió enseguida el tronco al fogón acompañado de un ocote encendido. “Vayan a lavarse las manos y regresan a comer”, ordenó. Sacó de un agujero de la pared una cuajada de queso, tomó un bocado apresurada y la escondió de nuevo. A poco llegaron los niños con el griterio; se acomodaban en los bancos cuando se escuchó un murmullo y luego un grito: “¡Me quemo, me quemo!”.
—¿Quién está de burlón? —preguntó la mamá con el cucharón en la mano.
Los hijos del leñador se miraron despistados, pues sólo escuchaban los borborigmos de las tripas.
—No mientan porque les va a salir cuerno y cola como antes de que se bautizaran —los amenazó la esposa del leñador con la frente arrugada.
—¡Aaaj! fui yo, fui yo —se quejó el pedazo de madera mientras caía al suelo con la punta encendida.
La esposa del leñador cayó sobre la silla porque el susto le aflojó los huesos. Sus hijos corrían de un lado a otro echándole agua al palo.
—Es un tronquito mágico, ¿nos lo podemos quedar? —preguntaban brincando. Y se empanzonaron de tanta alegría que se les olvidó el hambre.
Después de discutir toda una tarde, el leñador dijo: “Mientras no trague, se puede quedar”.

Para mala suerte, resultó que este tronquito si comía y mucho. Se zampaba hasta dos platos de frijoles con cebolla y guajes por una boca torcida que le había formado Miguel con una cuchillo chimuelo. Bibiano se encargó de formarle el resto del cuerpo, le injertó ramas de níspero y durazno como patas y manos, estos prendieron rápidamente porque se la pasaba zambullido en los arroyos. Pronto se le miró correr y correr por el llano volando papalotes.
Pero como les decía, Tronquito, era muy comelón. Y por las noches a escondidas, dejaba la cocina sin un triste garbanzo. Una noche, mientras iba a la cocina, Golondrina, la perra, que dormía junto a la puerta de la cocina, le avisó: “Anoche escuché decir a Melchor, que si sigues comiéndo tanto, te van a regalar”. Pero Tronquito no le hizo caso, saltó por encima y devoró la canasta de piloncillos.

Por la madrugada comenzó a llorar. “Se me quema la panza”, decía. Entonces la esposa del leñador le coció altamisa para el dolor de barriga. “¿Te comiste los piloncillos, verdad?”, le preguntó la esposa del leñador. “No”, contestó. De pronto le salió una cola y dos cuernos y Tronquito se asustó mucho. “Estás mintiendo”, le gruñó enojada. “Pero le di a Miguel y Bibiano”, señaló quedito. “¿Es verdad eso?”, le gritó a sus hijos. “¡A que no!”, alegaron. Y en eso les saltó cuernos y cola también.
—Ya ven, por hacer cosas a escondidas —los sermoneó.
—También él toma alcohol a escondidas —habló Tronquito, señalando al leñador.
—¡No es verdad! —exclamó Melchor y le asomaron las puntas en la frente.
—Y tú también comiste cuajada de queso a escondidas —le dijo Tronquito a la esposa del leñador.
—¡No, no, es, es…! —respondió tartamuda, mientras le salían los cuernos y la cola.
—¡Lero, lero; lero, lero! ahora todos nos tenemos que bautizaaar —tarareaba Tronquito, saltando por todos lados con brotes de durazno y níspero.
Esto sucedió en casa de un leñador en un mayo de calores.

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Esteban Sevastian

Esteban Sevastian

Comentarios

Comments

  1. Martha Elena

    marzo 16, 2024

    Una historia muy entretenida y divertida. Gracias por compartirla.

    Reply
    • Esteban Sevastian

      marzo 23, 2024

      Gracias, Matha, por leerme y que lo hayas disfrutado.

      Reply

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