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La doble moral disfrazada de gusto musical

¿Quién lleva la corona (y por qué nos importa?)

¿Qué tienen en común Michael Jackson y Bad Bunny? Además de vender millones y romper récords, ambos son imanes de polémicas. Mientras MJ acumula títulos póstumos como “el artista más premiado de la historia”, Benito Antonio Martínez Ocasio —alias Bad Bunny— es nombrado por Forbes “el nuevo rey del pop”, y ¡zas!, el internet estalla en memes y diatribas.

Aquí el chiste se cuenta solo: los puristas del Thriller se escandalizan porque un tipo que canta sobre “perreo” y sandalias Crocs ose compararse (o le comparen) con el genio del moonwalk. Pero ¿sabían que MJ tuvo que aguantar críticas similares en los 80? Lo llamaban “comercial” y “vulgar” por mezclar pop con rock. Hoy, sus detractores olvidan que Bad (1987) colocó cinco temas en el #1 del Billboard, algo que ni The Beatles lograron. Bad Bunny, por su parte, superó récords con 23 entradas simultáneas en el Hot 100. La diferencia es que a uno se le canoniza y al otro se le cuestiona.

Streaming vs. nostalgia: ¿Qué mide el éxito?

Bad Bunny arrasa en plataformas digitales (fue el más escuchado en Spotify de 2020 a 2022), mientras MJ sigue vendiendo álbumes físicos como pan caliente. ¿Qué define el triunfo? ¿Discos de platino o reproducciones en TikTok? La respuesta es tan subjetiva como preguntarle a un millennial y a un boomer qué es “música de verdad”. Spoiler: ambos terminarán citando a sus ídolos de adolescencia.

Según los expertos de redes, la “música de verdad” es aquella que requiere “talento real”: ópera, jazz, rock clásico… básicamente, todo lo que no suene en una fiesta de Generación Z. Curiosamente, estos críticos suelen tener un repertorio más limitado que una lista de Spotify gratis: mencionan Stairway to Heaven y Bohemian Rhapsody como si fueran contraseñas para entrar a un club exclusivo.

El problema no es la preferencia, sino la superioridad moral. Mientras compositoras como Caroline Shaw reinventan la música clásica en 2024, los puristas insisten en que Bad Bunny “denigra el arte” por hacer perreo. Pero esperen: ¿acaso Every Breath You Take de The Police —un himno sobre obsesión— no se corea en bodas como si fuera romántico? La doble moral es tan evidente como un drop de reggaetón.

Elitismo sonoro: Cuando los "buenos gustos" esconden complejos de superioridad

Detrás de la máscara de los “buenos gustos” musicales suele esconderse un complejo tan repetitivo como un riff de guitarra de los 80. ¿Qué tienen en común el reguetón y los solos de rock clásico? Ambos se basan en estructuras simples, pero solo uno es aplaudido como “arte sublime”. Mientras los puristas veneran Sweet Child O’ Mine —cuyo riff inicial fue creado en 5 minutos como ejercicio de calentamiento—, tachan de “vacíos” los beats de Tití Me Preguntó. La ironía, según estudios sociológicos, es que géneros asociados a clases populares o minorías son sistemáticamente despreciados, mientras los vinculados a la cultura dominante se consideran legítimos, y como vivimos entre gente que siente que está más cerca de Elon Musk que del loquito del centro, es obvio que se desprecia lo del pueblo y se añora lo sofisticado. 

El colmo llega cuando un niño de 10 años toca Smells Like Teen Spirit en YouTube y los comentarios se llenan de “¡esto sí es música de verdad!”. ¿Recibiría el mismo entusiasmo un cover de Me Porto Bonito? Difícil. El rock y el metal han sido históricamente territorios masculinos y eurocéntricos, donde la “autenticidad” se mide por cuántos acordes distorsionados aguantas, no por la diversidad de influencias. Y ni hablar de la hipocresía: canciones como Under My Thumb de los Rolling Stones —que glorifican el control misógino— son celebradas como clásicos, mientras el perreo, surgido de barrios marginados de Puerto Rico, es tachado de “vulgar” sin reconocer su raíz como expresión de resistencia cultural.

Discriminación auditiva

El clasismo musical no solo juzga sonidos, sino también geografías. Los corridos tumbados —criticados por “glorificar la violencia”— son hijos naturales de Sinaloa, una región marcada por la desigualdad. Pero cuando Pumped Up Kicks de Foster the People narra un tiroteo escolar con melodías indie, se convierte en himno de festivales. ¿La diferencia? El código postal del artista.

Incluso la industria refuerza esta jerarquía. Artistas con recursos o conexiones heredadas —hijos de estrellas o graduados de escuelas élite— suelen recibir contratos antes que talentos de barrios marginados, perpetuando un ciclo donde el éxito se mide en contactos, no en creatividad. Y aunque el streaming democratizó el acceso, persiste el prejuicio: Bad Bunny rompió récords globales con un español crudo y callejero, pero aún hay quien insiste en que “el reguetón no es música”

Cuando la tradición se vuelve cárcel

El clasismo no es exclusivo de los géneros comerciales. En las comunidades purépechas de Michoacán, la pirekua —canto tradicional— fue declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2010. Pero la celebración duró poco: muchos músicos tradicionales protestaron. “Nos convirtieron en souvenir turístico, pero no vimos beneficios reales”, decían. Y aunque a través de distintos festivales dentro y fuera del estado se presenta esta música tradiconal se tacha de “inauténtica” a su versión moderna, llamémosla con cariño neopirekua.

La pirekua clásica nació a capela, luego adoptó guitarras. Pero en los 90, jóvenes purépechas añadieron bajos eléctricos, teclados y ritmos más rápidos para cantar y bailar. Los guardianes de la tradición reaccionaron como si les hubieran puesto reggaetón en un velorio: “¡Eso no es pirekua!”. Olvidan que sus abuelos también fueron tachados de modernos por usar bajo y hasta violines.

¿Qué es más purépecha: un joven que rapea en su lengua materna sobre las cosas que vive día a día o un “purista” que repite jucheti mintsita por enésima vez en una misma canción? La respuesta duele: hasta en las comunidades indígenas, el esnobismo musical divide.

La farsa de la autenticidad

La “autenticidad” es un arma arrojadiza. A Beethoven lo tildaron de revolucionario peligroso; hoy es sinónimo de “alta cultura”. ¿Y adivinen qué? En su época, mezclaba folclore popular con estructuras clásicas, algo que Rosalía hace hoy con el flamenco y el trap. Pero mientras a él se le perdona, a ella la acusan de “apropiación”.

El sesgo de nostalgia es cómplice. Los boomers defienden a Queen como “música compleja”, olvidando que Another One Bites the Dust es un loop de bajo repetido por tres minutos. Y sí, Bohemian Rhapsody es una obra maestra, pero ¿por qué no se aplica el mismo estándar a Turista de Bad Bunny, que fusiona reguetón con samples de bolero? Criticar el arte desde la moralidad —y no desde su contexto— es un ejercicio de privilegio.

Músicos sin fronteras: Cuando el talento no tiene prejuicios

Un dato incómodo: muchos músicos profesionales escuchan tanto a Peso Pluma como a Mahler. Algunas de las artistas más talentosas que conozco lo mismo interpretan rancheras que trap, y son fanáticas tanto de Amparo Ochoa como de Nathy Peluso, algunos de los más talentosos que conozco lo mismo tocan a Bach o Los Chapás de Comachuén que a La Sekta Core. ¿El común denominador? Ninguno se cree dueño de la “verdad musical”. ¿Cómo tomar en serio a un rockerillo de internet que desprecia la música actual si solo cita a Guns N’ Roses?

Incluso en la élite académica hay sorpresas. En 2024, el 12.3% de los conciertos en Francia incluyeron obras de compositores vivos, mezclando sin complejos lo tradicional con lo experimental. Hasta la Sinfónica de Toronto se atrevió a renovar su repertorio. Moraleja: cuando dejas el esnobismo, descubres que una banda sinaloense y una sinfonía pueden coexistir… ¡No solo en la misma playlist!

Gimnasia para el alma (sin jueces)

Al final, la música es como el humor: si te hace reír o bailar, funciona. Los puristas pueden seguir discutiendo pero el resto estaremos aquí, disfrutando de un mix de La Deuda, cumbias sonideras y corridos tumbados.

Como diría Platón: “La música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo”. Y ya saben: en el gimnasio, lo importante es moverse, no juzgar la rutina del de al lado. Así que la próxima vez que alguien hable de “música de verdad”, recuérdenle que hasta Bach usaba basso continuo (el autotune del barroco) y que, como dijo un sabio de internet: “Si suena bien, es bueno; si no, también.”.

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Eduardo López

Eduardo López

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