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Hogar: Dónde el fogón abraza cálidamente.

En mi bello terruño, donde la tierra de mis padres guarda secretos ancestrales, cada noche se convertía en un ritual sagrado. Cuando el sol, majestuoso en su ocaso, se retiraba y desplegaba su manto de sombras y luces, el amor de mi familia se alzaba como un refugio celestial que cobijaba mi corazón de niño. Era en ese instante cuando la magia comenzaba: el fogón, centinela incansable de nuestras almas, encendía no solo la leña, sino también los instantes que, como brasas eternas, arderían en mis recuerdos.

El fuego, con su lenguaje mudo y sabio, atesoraba cada palabra, cada risa y cada secreto compartido. Era testigo silente de pláticas que fluían como ríos de emoción, llevando en su caudal el eco de historias pasadas y promesas futuras. Cada chispa danzaba en la penumbra, convirtiéndose en una metáfora de esos momentos intensos, efímeros y, sin embargo, infinitamente duraderos en el alma.

Tras el ritual del fogón, el aroma reconfortante de un tecito llenaba el aire, y mi madre, con la ternura de quien conoce el valor de cada instante, me acurrucaba en aquella vieja cama. Allí, entre sábanas que resguardaban mil recuerdos, mis sueños se entrelazaban con la narrativa del hogar, y cada noche se volvía un viaje a un universo donde el amor familiar era la única brújula.

Así, en cada ocaso, mi terruño se transformaba en el escenario de un poema viviente, donde el calor del fogón y el dulce abrazo de la memoria tejían una sinfonía de sentimientos. Aquel hogar, iluminado por el fuego y la luz de nuestras miradas, seguía siendo el lugar anhelado, un remanso donde el pasado y el presente se fundían en la promesa eterna de volver a sentir ese abrazo cálido, tan esencial y conmovedor. Por eso creo que mi hogar, siempre fue y seguirá siendo… Dónde el fogón abrace cálidamente.

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Roberto García

Roberto García

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