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Don Fransciso Bautista y el Grupo Purhembe

En un pueblo que respira leyendas y canta sus nostalgias, se esconde la historia de un hombre cuya vida entera se funde con la música de su tierra. Francisco Bautista Ramírez, Panchito, como cariñosamente lo llaman, es un testigo vivo de la tradición purépecha, un artesano del sonido que ha tejido, con hilos de melancolía y esperanza, la esencia de Paracho y sus alrededores.

Los Primeros Acordes en la Sierra

Todo comenzó en el año 1948, cuando un joven Francisco, con la mirada llena de sueños y el alma sedienta de armonía, se adentró en el mundo del solfeo. Fue en esa época cuando tuvo la fortuna de estudiar con Emilio Valerio, un prodigioso clarinetista parachense y heredero de la maestría de Jesús Valerio Sosa, uno de los músicos más habilidosos que este pueblo ha conocido. Jesús, autor del Año Musical de la Sierra, había recopilado las melodías que parecían nacer del mismo corazón de la tierra: piezas como Flor de Canela o el tradicional Corpus. 

Ya en esos días, Francisco se formó en la troje de don Emilio, donde, entre el murmullo del viento y el crujir de la tierra, se escuchaban las notas del piano y del chelo. Fue allí donde el joven músico comenzó a entender que la música no era solo un sonido, sino una forma de recordar, de soñar y de conectar con sus raíces. Con el tiempo, se unió al Grupo Erandi, conformado por él y sus hermanos –Joaquín, Juan, Javier y Carlos–, bajo la dirección de su padre Francisco, quien supo guiar sus primeros pasos en un camino de tradición y esfuerzo.

Voces y Ecos de la Tradición

Don Panchito siempre ha sostenido que la música de las cuatro regiones purépechas es vital para entender la identidad de su pueblo. Recuerda con intensidad aquellas jornadas en que, al compás de viejas canciones y nuevos acordes, las fronteras se desvanecían y el alma del purépecha se manifestaba en cada nota. En sus propias palabras, relata:

“Me inspiró que la sierra era parte importante de la música purépecha, luego escuché las obras de don Emilio Valerio que fue mi maestro de solfeo. Me inspiró la música de la sierra, tiene una poética tristeza, una alegría extasiante”.

Estas palabras resuenan en el silencio del campo, donde la escasez del agua y la dureza del terreno han forjado un carácter único, marcado por la melancolía y a la vez por una alegría que brota en los momentos más insospechados. Mientras en la región lacustre se celebra la abundancia del lago, de las flores y de la vida, en la sierra se siente la voz del volcán y la tierra reseca, que dejan en cada interpretación un suspiro, un eco de lo que fue y lo que siempre será.

Durante esos primeros años, Francisco aprendió a escuchar la diversidad de su tierra. “Cuando empecé en el grupo Erandi con mis hermanos, nos inspirábamos con la música de diferentes lugares, de Aranza y de aquí, de Zacán, de Ahuiran, Nahuatzen, sobre todo inspirados por la música de Sevina que es muy expresiva, muy melancólica. La música de la región lacustre es más festiva ¿por qué es más festiva? Ellos tienen todo: Tienen el lago, flores hermosas, tienen agua, el pescado, todo eso se refleja en la mentalidad de ellos. Nosotros, en la sierra, no teníamos ni agua, nuestro suelo era muy limitado para las producciones agrarias, y además, el volcán. Y ahí se refleja la melancolía de Paracho, todo eso lo reflejo yo en mis interpretaciones”.

Así, en medio de ensayos y reuniones, el joven músico comenzó a esculpir su arte, dejando que la nostalgia y la esperanza se mezclaran en cada compás. En las conversaciones, no faltaban los nombres de los grandes compositores que habían dejado su impronta en la historia musical de la región. “Aquí en Paracho, además de Jesús Valerio Sosa, hubo otros compositores importantes, como Aristeo Mercado, Francisco Sosa, don Cesareo Sosa. Lo mismo en el lago de Pátzcuaro, tuve la fortuna de conocer a don Nicolás Bartolo Juárez, un compositor excelente, a su primo Emilio Lopez Bartolo, Rafael Trinidad Bartolo de Janitzio, Tata Gabito Secundino de San Andrés Tzirondaro. De nuestra región Juan Victoriano de San Lorenzo, de Quinceo Juan Crisostomo y Francisco Salmerón, de Sevina Tata Cruz Jacobo. De Ahuiran Hernando Hernández, de Aranza Doroteo Equihua, Arturo Equihua. De Ichán la familia Granados. Tata Domitilo Alonso de Tirindaro. Varios varios más, de momento no puedo recordar a todos, pero los admiro”.

Las palabras de don Panchito, cargadas de admiración y respeto, son como una vieja leyenda que se cuenta al calor del fuego, recordando a los maestros que supieron esculpir el alma musical del purépecha.

Los Caminos del Mundo y el Eco de la Tierra

El destino llevó a Don Panchito y al Grupo Erandi a recorrer caminos que lo habían visto crecer entre la tierra y el cielo. En el año de 1973, el grupo emprendió un viaje que marcaría un antes y un después en su vida musical: una travesía a China. Allí, en el majestuoso Gran Salón del Pueblo (人民大会堂) en Pekín, el presidente de la república, Luis Echeverría, fue el maestro de ceremonias en un evento que unió oriente y occidente en una misma melodía. La emoción de ese viaje quedó impregnada en el recuerdo de don Panchito, como un suspiro que viaja a través de continentes y que narra la universalidad de la música.

Poco después, las rutas los llevaron a los Estados Unidos y a Europa, donde París, Copenhague y Praga se convirtieron en escenarios de un encuentro entre culturas. En tierras lejanas, algunas de sus obras encontraron un eco especial. Canciones como “Cara de pingo”, “Arriba Pichataro” y “El Aplauso” de Nicolás Bartolo se hicieron populares, dejando en el corazón de quienes las escucharon la impronta de una tradición que, aunque distante, sigue viva en el latido de cada pueblo.

El Renacer de un Legado

El tiempo pasó y la vida de Francisco Bautista Ramírez se fue entrelazando con la historia misma de la música purépecha. Con cada viaje, cada concierto, se fue consolidando su figura como uno de los grandes guardianes de un patrimonio inigualable. Su paso por instituciones de prestigio –como la Escuela Popular de Bellas Artes de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y el Conservatorio Nacional de Música– y su participación en agrupaciones tan emblemáticas como el Ballet Folklórico de México, lo convirtieron en un embajador de su cultura.

Pero el compromiso de don Panchito no se limitó a la interpretación. En 1989, impulsado por la convicción de que la música era el alma de su gente, fundó el Grupo Purhembe, un ensamble familiar que, con humildad y pasión, se ha dedicado a rescatar y difundir el legado musical indígena de la región. Este grupo, formado en gran parte por miembros de su familia, ha realizado grabaciones discográficas –entre ellas Sentimiento de un pueblo y Con aroma a nuriten– y se ha consolidado como un referente cultural, no solo en Michoacán, sino en todo México.

Además, Francisco Bautista ha dedicado parte de su vida a la enseñanza, siendo asesor musical del Ballet Folklórico de Michoacán y profesor de violín en la Casa de la Cultura de Morelia. 

Ecos del Pasado en el Presente

Recientemente, tuve la oportunidad de conversar con Don Panchito, de tomar unas fotografías junto a él y su familia. En ese encuentro, pude notar cómo cada gesto, cada sonrisa, era un homenaje silencioso a una tradición que se resiste al olvido. La música, para él, no es solo un conjunto de notas, sino un puente que une el pasado con el presente.

A lo largo de su relato, don Panchito nos recuerda que, en su vasto repertorio, no hay una composición favorita. Al serle preguntado, responde con una humildad que revela la grandeza de su corazón:

“No podría decirlo. Sería subestimar las otras creaciones y prefiero tener el concepto de que toda la música que componen es excelente. Me gustan los sonecitos,  pero no puedo decir, este es más bonito que otro, todos tienen su belleza”.

Estas palabras, simples y sinceras, reflejan la profunda convicción de que cada obra, cada melodía, es un tesoro que enriquece la identidad de un pueblo. Es en esa diversidad de sonidos donde se halla la verdadera riqueza cultural, en la armonía de las diferencias y en el abrazo fraterno de todas las voces que cantan a la vida.

Un Relato que Sigue Sonando

La historia de Francisco Bautista Ramírez es una leyenda viva, contada entre susurros y acordes en los rincones de Paracho y más allá. Desde sus humildes inicios en la sierra, donde la escasez de agua y la presencia imponente del volcán moldearon una melancolía singular, hasta los escenarios internacionales donde su música viajó a Asia y Europa, cada capítulo de su vida es un testimonio del poder de la tradición para trascender el tiempo y el espacio.

Hoy, al recorrer las calles de Paracho, se siente el eco de aquellos viejos acordes que aún vibran en el aire. La brisa que recorre los campos parece llevar consigo fragmentos de viejas canciones, y en cada rincón se percibe el espíritu indomable de un pueblo que se enorgullece de su identidad.


Mientras las fotografías capturadas aquel día aún reposan en mi cámara, me doy cuenta de que lo que realmente perdura es esa conexión inquebrantable con la tierra, con la historia y con el alma del purépecha. La música, en sus palabras y en sus silencios, se convierte en el lenguaje universal que narra desde las carencias del pasado hasta la esperanza de un mañana lleno de vida.

En la sencillez de sus relatos y en la profundidad de sus recuerdos, Don Panchito Bautista nos invita a detenernos, a escuchar y a dejar que la tradición nos hable. Es un llamado a valorar lo simple, lo auténtico, y a entender que, en cada nota, se esconde el alma de un pueblo que ha sabido encontrar belleza en la adversidad y en la constancia de sus raíces.

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Eduardo López

Eduardo López

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