La Invocación
Cuando el sol de agosto calcinaba las cumbres de la Sierra P’urhépecha, un viento cálido y antiguo comenzaba a danzar entre los pinares. Era el aliento de Cuerauáperi, la señora de las nubes, despertando de su letargo anual. Sus suspiros viajaban de monte en monte, convocando a los hijos de la etnia purhé para rendir tributo una vez más.
En los hogares humildes de Paracho, las mujeres comenzaban a engalanar sus guanengos con hilos de colores vivos. Los hombres sacudían el polvo de los huaraches y las guitarras dormidas. Porque la gran fiesta estaba próxima: el Corpus Christi, esa celebración nacida del sincretismo mágico entre dos mundos.
Los Emisarios del Maíz
La tarde del sábado, el pueblo se engalanó con guirnaldas de nardos y flores silvestres. Una por una, las danzas de los gremios acudieron al palacio municipal como peregrinos reunidos ante un altar ancestral. Las reboceras o azuleras abrieron el camino, sus enaguas danzando al viento como capullos de colores.
Pero los verdaderos heraldos fueron los labradores. Hombres morenos que parecían brotar de la misma tierra, avanzaron en solemne procesión tras las huellas de sus bueyes engalanados. A sus espaldas, el fruto aún fresco de la milpa, como un mensaje sagrado para la deidad del temporal.
Las Artes del Pueblo Purhé
A su paso, los gremios de artesanos desplegaron sus oficios como ofrendas. Carpinteros que tallaban la madera con primoroso encanto. Guitarreros capaces de arrancar al tejamanil las más dulces armonías. Panaderos que parecían hornear el pan con magia antigua. Todos desfilando al ritmo de sones que no eran meras notas, sino un cántico ancestral que hacía danzar hasta las piedras del suelo.
Cada grupo se presentaba con humildad ante las autoridades, como antaño lo hicieran los hauripicipecha frente a los uakusïcha o “señores águila”. Pues esta celebración entreveraba los hilos del tiempo, fundiendo los rituales purhépecha con las tradiciones cristianas en un tapiz de realismo mágico.
Danzas de una Realidad Alterna
Llegada la tarde del domingo, las calles se convirtieron en un escenario donde la fantasía tomó cuerpo. Primero fueron los arrieros recreando un asalto de bandidos, ataviados con prendas que parecían surgir de otra era. En un ágil revuelo, los “ladrones” ataron a sus víctimas para después ser capturados por soldados de huaraches y armas ridículas.
Ante los ojos atónitos de los espectadores, un juez decretó la máxima condena. Pronto los “malhechores” cayeron abatidos… sólo para resucitar entre risas cómplices un instante después. Porque ésta era una realidad aparte, regida por leyes distintas a las del mundo que conocemos.
El Gran Espíritu del Bosque
Lo más asombroso estaba por venir cuando irrumpieron los cazadores. Algunos portaban narices desmesuradas o rostros emplumados que los hacían parecer chamanes metamorfoseados. Otros se cubrían bajo sombrerotes enormes, como si un hongo del bosque los hubiera cobijado.
Al observarlos dispersarse entre los rumbos de la plaza, uno creía contemplar un aquelarre de criaturas livianas danzando en la penumbra del bosque. De pronto, el jaguar purhé hizo su aparición: un hombre cubierto con piel de venado que avanzaba despacio, “a gatas”, parodiando los andares del gran espíritu del monte.
Cuando el certero disparo lo derribó al fin y los cazadores prorrumpieron en gritos de júbilo, era imposible no sentir que el mundo ordinario se había suspendido por un instante. Que la antigua frontera entre lo humano y lo salvaje, lo terrenal y lo mágico, acababa de difuminarse una vez más.
El Legado Imperecedero
Aún hoy, cuando llega agosto, los habitados por el reino de Cuerauáperi reviven este ciclo fantástico. Las danzas, los sones, la rememoración de viejos oficios y tradiciones, todo se entremezcla en un carnaval atemporal.
Quizás nunca lleguemos a comprender del todo los misterios encerrados en este pueblo serrano. O tal vez sí, si aprendemos a mirar con otros ojos. Ojos purhépecha que, tras los disfraces y las alegrías bulliciosas, descubren la pervivencia de un mundo mágico apenas encubierto… como el sueño eterno de Cuerauáperi esperando renacer con cada ciclo, con cada fruto de la milpa, cada año.