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Donde la tierra habla: sembrando esperanza

Este escrito lo dedico con admiración y respeto para los señores Jorge Villanueva Gutiérrez, Luis Cázares y para todos aquellos campesinos que aún labran la tierra.

La mañana se despereza con un aliento tibio, y el cielo, aún indeciso entre la noche y el día, se tiñe de una claridad opaca. No hay cantos de gallos ni campanas de iglesia que marquen el inicio de la jornada; lo que despierta al campesino es el llamado profundo de la tierra. Esa voz antigua que no se oye, pero se siente en el cuerpo. En los huesos. En el alma.

El hombre aparece como un trozo más del paisaje. Lleva un sombrero ancho que le guarda la frente curtida del sol implacable, y un gabán heredado, tal vez de un padre, tal vez de un abuelo. Bajo el gabán, la camisa de manta y el pantalón de mezclilla sucia. En los pies, nada: sólo piel, barro y costumbre. Camina con una dignidad sin ruido, sin apuro, como si cada paso no fuera sólo hacia adelante, sino hacia adentro: hacia la historia, hacia el recuerdo.

La tierra se abre en surcos bajo su andar. No se trata de violencia, sino de diálogo. El campesino no hiere la tierra: la persuade. La corteja con herramientas viejas pero fieles, con manos callosas que no olvidan cómo se sostiene una esperanza tan pequeña como una semilla, pero tan grande como el porvenir.

En su palma reseca descansa el maíz, ese grano sagrado que no es sólo alimento, sino identidad. No lo lanza al suelo con la soberbia del dueño, sino que lo entrega con la reverencia del hijo. Porque el campesino no se siente amo del campo: se siente parte de él. Sabe que el maíz no se impone; se pide. No se exige; se cultiva.

Los cerros, impasibles y eternos, lo observan desde su altura. Son testigos mudos de generaciones que han pasado por ese mismo surco, con las mismas ilusiones, los mismos rezos y las mismas derrotas. Pero también con la misma terquedad amorosa de seguir. Porque en el campo no se triunfa, se resiste. No se presume, se persiste.

No hay promesas en la siembra. No hay garantía de lluvia, ni de cosecha, ni de venta justa. El campesino lo sabe. Lo supo su padre, y lo supo el padre de su padre. Pero aun así, siembra. No por necedad, sino por fe. Una fe que no se proclama en templos, sino en la tierra húmeda, en las uñas negras, en los surcos rectos. Una fe silenciosa y profunda como la raíz del mezquite.

No se deja llevar por el reloj, ese invento de ciudad que impone prisa y ansiedad. Su tiempo lo dicta la tierra: cuando se raja, cuando se empapa, cuando se esponja. Él la observa, la huele, la palpa. Le escucha los murmullos con la sabiduría que sólo da el convivir. Porque sí, el campesino convive con la tierra como con una compañera: la respeta, la espera, la entiende.

El sol se asoma finalmente con todo su peso, y el sudor comienza a brotar. Cada gota es una ofrenda. No hay aire acondicionado, ni oficina, ni pausa para café. El descanso se gana cuando el cuerpo ya no da, y aun así se sigue. Porque hay que terminar el surco. Porque mañana hay más.

A veces no hay cosecha. A veces, lo que el cielo da en lluvia lo arrebata en granizo. A veces, el precio del maíz no cubre ni la semilla. Pero no hay lamento. Sólo silencio. Un silencio lleno de orgullo, de dignidad, de fuerza. El campesino no se queja: trabaja. Y cuando se sienta a la sombra de un mezquite a comer tortillas con sal, lo hace con la paz de quien ha hecho lo correcto.

En el corazón del campo mexicano, el campesino no es un personaje olvidado ni un romántico de postal. Es la base. Es el que da de comer a todos sin pedir aplausos. Es el que sabe que la tierra no traiciona a quien la honra. Que en el barro también hay belleza. Que la vida, cuando nace del esfuerzo, tiene otro sabor.

Este capítulo no lo escriben los libros de historia. No lo graban las cámaras ni lo narran los discursos. Pero está vivo en cada milpa, en cada canal de riego, en cada espiga de maíz que crece desafiante entre piedras y sequía.

Y mientras el campesino se aleja, surco tras surco, su silueta se funde con la tierra que lo sostiene. Y uno entiende, por fin, que no hay diferencia entre el hombre y el campo: ambos están hechos del mismo barro, de la misma memoria, de la misma voluntad de renacer. Siempre. Aunque duela. Aunque canse. Aunque no se vea. Porque, al final, ese es su destino: sembrar futuro donde todos sólo ven pasado.

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Roberto García

Roberto García

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