Fuimos fuego del cielo
y en las entrañas del tiempo,
la ceniza nos hizo polvo,
nos sembró en la tierra callada.
En el surco de la noche,
aprendimos a morir despacio,
a germinar en el silencio,
a ser raíz antes que canto.
Hoy somos mazorca y horizonte,
un puñado de días que respiran,
la esperanza que trepa al sol,
la vida que vuelve,
porque nunca dejamos de arder.