La luz del atardecer se filtra entre las rendijas de la ventana, tiñendo de oro viejo las paredes de la vieja casa de adobe. En el aire, flota todavía el aroma de la fruta fresca: mangos jugosos, guayabas dulces, el perfume inconfundible de la naranja. Y allí, en el centro de aquel escenario, está ella: Irma Hernández Aguilera, la portadora de la vida, la guardiana de mi corazón.
Desde su niñez, mi madre supo transformar un extenso solar en un reino de sueños. Con sus manos pequeñas, recogía el barro y la hierba, moldeando columpios en las ramas de un aguacate centenario que se alzaba como un árbol guardián. ¿Pueden imaginar su risa, jugueteando en aquel asiento improvisado, mientras el viento jugaba con su cabello? ¿Cómo se sentía la libertad cada vez que el columpio la elevaba hacia el cielo naranja del crepúsculo?
Me habla de su padre, mi abuelo Feliciano, un roble en medio de la llanura. Tras su arduo jornal, llegaba con un cargamento de frutas variadas, un tesoro que disolvía el cansancio y reunía a la familia alrededor de un banquete improvisado. ¿Qué palabras pronunciaba él mientras partía la sandía con su cuchillo de mango pulido? ¿Cómo sus historias de campo tejían la magia que luego ella heredó?
Las muñecas de elote y las casitas de cartón que creaba con ingenio materno cobraban vida en su mundo infantil. Cada trastecito era un universo donde ella era princesa, señora de aquel solar. ¿Acaso ya intuía entonces la grandeza de su papel como protectora?
Hoy, al recostar mi cabeza en su regazo, desaparecen mis miedos. Su abrazo es mi refugio, un santuario donde sé que todo estará bien. ¿Han experimentado alguna vez esa sensación de paz absoluta, cuando el latido de un corazón ajeno se sincroniza con el propio? Su calor no solo calienta mi cuerpo, sino que enciende una llama permanente en mi pecho: el fuego inextinguible de su amor.
Aun cuando las carencias económicas la obligaron a abandonar sus estudios, se convirtió en enfermera de mi cuerpo y de mi alma. Con manos de madre y mirada de psicóloga, sabe exactamente cómo aliviar mi dolor: un té de hierbas, un consejo oportuno, una canción suave arrancada de su memoria. Es chef, maestra, confidente… ¿Cómo describir con palabras la magnitud de tal entrega?
Pese a mis errores, mis rabietas y mis silencios, ella nunca deja de procurarme. ¿No es acaso infinitamente valioso quien te acoge aún en tu peor versión? Cada gesto suyo es un recordatorio de que una madre es mucho más que una palabra: es un abrazo que desafía la distancia, un abrazo que trasciende el tiempo.
Y en su rostro se dibujan las huellas de la vida compartida: surcos de risas, arrugas de preocupaciones, manchas de lágrimas veladas. Sin embargo, su mirada sigue brillando con la fuerza de una llama antigua. ¿Cómo puede un solo ser portar en su mirada la ternura y el coraje al mismo tiempo?
“Dios bendijo a las siervas mansas, y a las lobas que llevan la garra en el alma también las bendijo”, me dice, al más puro estilo de Catalina Pastrana. Y en esa frase veo el equilibrio perfecto: la humildad de quien da sin esperar, y la ferocidad de quien defiende con uñas y dientes lo más sagrado: la familia.
Preguntas para la reflexión
- ¿Qué momentos de tu infancia te hicieron sentir protegido, y quién fue el artífice de esa sensación?
- ¿Cómo transformas los recursos disponibles a tu alrededor en algo significativo para los tuyos?
- ¿De qué manera el sacrificio silencioso de una persona cercana ha moldeado tu propio carácter?
- ¿Qué gesto de amor materno (o paternal) ha quedado grabado para siempre en tu memoria?
- Si tuvieras que describir con una metáfora el amor inextinguible de quien te cuida, ¿cuál elegirías y por qué?
- ¿De qué forma reconoces y celebras a aquellas “loberas” —mujeres valientes y tiernas— que pueblan tu vida?
Así concluye este escrito dedicado a quien me enseña día tras día que el amor es un fuego que nunca se apaga: mi madre, Irma Hernández Aguilera. Que estas páginas sirvan como ofrenda a su fuerza silenciosa y a ese cobijo tan suyo, tan mío, tan eterno.