No tengo guitarra.
Ni garganta.
Ni manos obedientes.
Nomás tengo el silencio,
y el oído,
ese animal terco
que siempre quiere más.
Los veo.
Sacan el violín y se hace la fiesta.
Le sacan voz a la madera,
le sacan alma al aire.
Las veo.
Con trompetas,
con guitarras,
con tambor.
Los veo y me dolería menos no verlos.
Ellas nomás abren la boca
y se cae el mundo.
Se ablanda el corazón más duro.
Hasta el perro deja de ladrar.
Y yo aquí,
tragando envidia.
No de ellos.
De mí.
Porque quise.
Mucho quise.
Pero mis dedos eran de piedra,
mi voz un gallinero
y mi paciencia se me murió chiquita.
Santa Cecilia,
¿por qué no me diste aunque
fuera un poquito?
Un rastro,
una migaja de canto.
¿No viste cómo me brillaban los ojos de puro anhelo?
Les tengo coraje.
No a ellos.
No a ellas.
A mí.
Porque no supe hacer magia.
Porque nomás me tocó mirar.
Mirar cómo hacen lumbre del aire,
cómo convierten la nada
en algo que consuela.
Yo nomás tengo el oído,
ese pozo sin fondo,
y se me va la vida oyendo.
Y no puedo,
no puedo con tanto.
Tanto que suena,
tanto que me falta.