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Tormenta

Años atrás decidí arrebatarle a Dios la responsabilidad de mis actos.


¿Por qué debería yo entregarle mis pecados, esos que la vida misma me había dado?
Eran míos, mis cicatrices, mis trofeos, mi esencia.
¿Acaso no son los pecados los que nos hacen humanos? Decidí que no los borraría, no los cargaría Él, porque yo, y solo yo, debía vivir con ellos.
Tal vez así, entre el dolor y la debilidad, entre la carne y la sombra, Él podría compadecerse de mí, podría ofrecerle alguna recompensa a otro de sus hijos que cargan la cruz.
Pero en esta transacción de culpas y redenciones, algo más grande estaba por revelarse.
No sé con exactitud cuál fue el primer pecado que cometí, pero se volvió tan fácil.
Como respirar. Como amar. Como destruir.
Cada pecado era una piedra preciosa que colocaba sobre mis hombros con esmero. Pesaban, claro, pero era un peso familiar, el abrazo de lo inevitable.
¡Ah, qué gozo encontrar en cada uno la excusa perfecta para seguir! Caminaba erguido, sosteniendo esa montaña de pequeñas y grandes transgresiones. Algunas escapaban, intentaban liberarse, y en esos momentos sentía un vacío, un cosquilleo molesto. Volvía sobre mis pasos, las atrapaba y las devolvía a su lugar. No podía permitir que me faltara alguna; ¡era el arquitecto de mi propio dolor, el coleccionista de mis errores!
Dios, como un mendigo persistente, me ofrecía su misericordia. Dámelos, me decía. Dame tus pecados, los borraré, te liberarás. Pero, ¿qué quedaría de mí sin ellos? ¿Acaso la pureza no es otra forma de vacío? Mis pecados eran los hilos que me unían a este mundo de carne, deseo y finitud. Sin ellos, ¿cómo ser parte de la humanidad? No, no los entregaría. No podía borrarlos como si fueran una simple mancha de barro en una túnica blanca. Era el costo de ser yo.
Así fue como caminé durante años, cada vez más curvado, pero aferrado a mi humanidad. Sabía que tarde o temprano el peso sería insoportable, pero tenía la esperanza de que, en algún momento, Él lo entendería. Tal vez, si me veía cargando mis propios pecados con devoción, con terquedad, podría conmoverse.
Y entonces, cuando menos lo esperaba, llegó su respuesta. No en forma de relámpago, no en forma de juicio, sino como una tormenta encarnada. Su llegada fue como un susurro del cosmos, un eco de la primera creación. Sus ojos eran amaneceres que prometían un nuevo comienzo; su cabello, la noche misma, envolvente, misterioso, lleno de secretos. Con una sola palabra, podía hacer reverdecer los campos más secos de mi alma. Su tacto era cálido como la tierra húmeda después de la lluvia, devolviendo la vida a quien se aferra a la existencia con desesperación.
Ella no era redención, no era perdón. Ella era la verdad: un acuerdo tácito entre mi terquedad y la misericordia divina. No me pidió que soltara mi carga. No vino a borrar mis cicatrices. En cambio, con su sola presencia, hizo que el peso cambiara. Me mostró que mis pecados, lejos de ser mi condena, eran mi mapa hacia algo más grande. Cada piedra que cargaba me había moldeado, y ahora, bajo su mirada, entendí que no se trataba de liberarse de ellos, sino de transformarlos.
Dios, en su infinita sabiduría, no había querido cargar con mis pecados, no porque no pudiera, sino porque sabía que yo debía llegar a ese punto. Mi lucha no era contra Él, sino contra mí mismo, y la respuesta, la revelación, era simple: la tormenta no viene a destruir, sino a limpiar. Lo que buscaba no era la absolución, sino el reencuentro con el caos primigenio que da origen a la vida.
Años atrás le quité a Dios la responsabilidad de mis actos, y ahora, en el ojo de la tormenta, entendí que no se trataba de enfrentarse a Él. Le ofrecí una tregua, hombro a hombro, con la tempestad a nuestras espaldas, sin miedo a la noche, porque en ella, como en los ojos de aquella mujer, también habita la luz.

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Eduardo López

Eduardo López

Comentarios

Comments

  1. Elena

    octubre 15, 2024

    Interesante de leer, como siempre.

    Reply

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