Tsakapu, la tierra de las Piedras
Me apedrean y me hunden cada vez que intento salir.
Me expulsaste desde el comienzo, y regresé.
Me quedé, y me seguiste rechazando.
Me fui con una idea, y me recibiste con una sonrisa burlona.
Volví a irme —esta vez, juré que sería definitivo—.
“Jamás te volveré a ver”, dije.
Y si lo hago, será solo para restregarte mi orgullo en la cara.
Me ignoraste. Me fui. Al fin, pensé. Lo logré.
Pero no. Volví. Traté de hacer las paces.
Traté de ayudarte…
De ayudarte a quererme, a aceptarme,
a que pudiéramos llevarnos bien,
porque al fin y al cabo, yo vengo de ti.
Pero tú sigues sin aceptarme. ¿Por qué?
Dejando a un lado mi ego,
yo solo quiero verte florecer.
Quiero que saques tu esencia verdadera
y la portes con dignidad.
Pero eres un padre ausente, negligente.
No levantas la voz, no haces nada.
Así que esta es mi última súplica:
Húndete.
Húndete en medio de la laguna,
con tu iglesia dorada de medianoche,
esa que, según dicen, está llena de tesoros,
pero que nunca saldrá del agua estancada.
Quédate ahí, entre la niebla y las piedras,
mientras la leyenda marchita de tus días gloriosos te regocija en silencio,
porque prefieres hundirte en tu mito
antes que despertar a tu verdad.