Un gran robo
Había una vez un pueblo mágico donde la música era el aire que todos respiraban y las danzas el latido del corazón. Un lugar pintoresco donde talentosos artistas cantaban con voces de ángeles y bailarines de pies ligeros danzaban sobre las calles adoquinadas.
En este pueblo singular vivía gente extraordinaria, un sastre que bordaba notas musicales con hilos de oro, una panadera cuyos panes olían a melodías recién horneadas, y un viejo artesano que tallaba la madera con los ritmos de tambores ancestrales. Eran guardianes felices de una cultura vibrante que habían atesorado por generaciones.
Llegó el mal
Pero un día, un hombrecillo taimado, Alfredo el Astuto, llegó furtivamente al pueblo. Con una sonrisa maliciosa y un gesto veloz, robaba las tradiciones con su bolsa encantada capaz de tragarse cualquier cosa. Silbaba una tonada y la música de las calles acudía a su bolsa como mosquitos a una lámpara. Chasqueaba los dedos y los trajes de danza más bellos caían en su saco mágico sin remedio.
Alfredo trabajaba con una pandilla de rufianes espectrales, fantasmas hoteleros con aire engolado y demonios empresarios de mirada codiciosa. Juntos engañaban y embrujaban a los desprevenidos aldeanos para que entregaran sus tesoros culturales.
Al principio nadie se percataba, hasta que un día un grupo de jóvenes descubrió al pícaro Alfredo robando los instrumentos de la banda municipal con todo y músicos. “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” gritaban, pero sus voces se apagaban misteriosamente, como si un hechizo les hubiera cerrado la boca.
Por más que los adultos vigilaban, Alfredo siempre se escabullía con sus bolsillos repletos de cultura robada. Un día se llevó las recetas ancestrales de los panaderos. Al otro, los cuentos e historias de los abuelos contadores se esfumaban de sus memorias.
Nadie sabía que hacer
Finalmente, sólo quedaba un viejo músico ciego que tocaba su guitarra a la luz de la luna. Alfredo ya había robado todo lo demás. “Ni lo pienses, malandrín, esto es un gran robo” advirtió el anciano cuando oyó los furtivos pasos de Alfredo. Tocó una melodía en su guitarra mágica, y de repente todo el pueblo despertó. Rápidamente los más sabios del pueblo huyeron para encontrar la forma de detener al malvado Alfredo, se reunieron todos dentro de una escuela vacía y comenzaron a escuchar las ideas.
“¿Por qué no difundimos nosotros mismos los detalles de nuestra cultura? Podemos apoyar a las comunidades para que creen sus propios canales de comunicación, como sitios web, redes sociales, podcasts, etc., donde puedan compartir su cultura de manera autónoma y sin intermediarios.”. Dijo un joven entusiasmado, pero todos negaron con la cabeza, “eso no funcionaría”, dijeron algunos.
“¿Y si creamos alianzas y redes de colaboración entre las comunidades originarias, organizaciones culturales, instituciones educativas y autoridades locales para trabajar de manera coordinada en la difusión y preservación de la cultura de forma respetuosa?”, preguntó una muchacha tímida, “eso es todavía menos útil, nadie participaría”, le respondieron entre abucheos.
“¡Ya sé!” dijo uno de los grandes pensadores “vamos a crear panfletos hechizados que lo hagan reflexionar, le diremos que está mal lo que hace y que además, ni siquiera pueden asistir todos los que quieren ”. Un murmullo de aprobación se extendió rápidamente y comenzaron a escribir.
"¡Alfredo es un malvado ladrón de culturas!"
decían los papeles que los habitantes de este pueblo repartían por todos lados, algunos aún sin leerlos ni reflexionarlos, rápidamente lo compartían con sus
vecinos y pronto todo mundo estaba en la misma sintonía. Un pequeño niño, Pablo, aprovechando la confusión, invocó el espíritu de un abogado el cual demandó a Alfredo, pero no por el despojo cultural a su pueblo ni por el uso indebido de las artes tradicionales, sino por tocar una canción que según él había compuesto su padre, al parecer Pablo nunca aprendió a trabajar y hacer cosas por sí mismo.
Los aldeanos se organizaron en un gran coro, cantando y danzando con una fuerza tan poderosa que las ventanas y puertas de la aldea comenzaron a temblar y resquebrajarse. Los fantasmas hoteleros salieron volando, los empresarios codiciosos huyeron despavoridos, y la bolsa encantada de Alfredo reventó como un globo, vomitando todas las tradiciones que había devorado tan codiciosamente.
Con lágrimas en los ojos, Alfredo contempló aquella explosión de alegría, color y melodías que lo rodeaban. En ese momento se dio cuenta de que la verdadera magia no estaba en robar las tradiciones de otros, sino en atesorarlas y celebrarlas con el corazón. Arrepentido, Alfredo se unió a la gran fiesta, aprendiendo las danzas, cantando las canciones y compartiendo los viejos cuentos con un renovado aprecio.
Desde aquel día, la cultura de ese mágico pueblo brilló con más fuerza que nunca, imbatible ante ladrones y codiciosos. Y por las noches de luna llena, dicen que aún se puede ver a Alfredo bailando alegremente junto a sus nuevos amigos, finalmente en paz con su espíritu reformado.
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Martha Elena
Valió la pena la despertada.