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Real

Los rayos del sol,
en su terquedad luminosa,
intentaban acariciar el día,
pero su empeño era en vano,
ante la divinidad de tu rostro, palidecían.

Tu cabello,
desordenado por el amanecer,
danzaba en un caos armónico,
y tu mirada… tu mirada era más que eso.
Tus ojos se volvieron mi estrella del norte,
pero no era un norte cualquiera, era el mío,
íntimo, desconocido, peligroso,
desentendido.

El calor se instalaba lentamente,
pero no venía del sol.
Era el calor de tus palabras, que flotaban hacia mí como el rocío que,
en un secreto susurro, descansa en las ramas.

Tus palabras no eran solo palabras; eran pequeñas caricias de las que gozaba mi ser,
haciéndome sentir el peso del momento.

Y luego estaba tu tacto. Ese tacto.
No era humano, o tal vez lo era demasiado.
Un toque que estremecía lo más profundo,
me hablaba de lo necesario que es existir,
me hacía creer, por un instante,
que la vida tiene su propio pulso,
que todo valía la pena, que quizá,
no había tanto azar como quisiera. 
Pero entonces, tu risa…
esa risa que era fuego y carne viva.
Me devolvía, de golpe, a la tierra.
Me recordaba que,
aunque fueses hecha de milagros,
de astros y palabras,
del cerro, del árbol y la hondonada,
de la nube, la lluvia y la helada,
de la sangre derramada y la espina encarnada,
eras real.
Como yo.
Real,
y eso, inexplicablemente,
era lo más extraordinario de todo.

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Eduardo López

Eduardo López

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