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Oración I

Nunca he creído ser un hombre devoto.
Mi fe siempre estuvo anclada en cosas que podía tocar,
en lo que mis manos y mi lógica podían alcanzar.
                                Y, sin embargo, aquí me tienes, orando,
                con los labios temblorosos,
dejando que cada palabra se eleve en el aire
como el humo de un incienso que no termina de apagarse.

Cada rezo es un intento de alcanzarte,
cada oración, una súplica de que nuestros caminos
se crucen al menos una vez más,
y mis ojos puedan verte, como se ve lo eterno,
como se mira el milagro de lo inalcanzable.

Tus ojos eso son, los milagros que anhelo,
esos que espero ver para creer de verdad.
Los santos,
                   con sus rostros de piedra y manos quietas,
quisieran ser tan buenos como tú,
y las vírgenes en sus altares
                     pecan de envidia cada vez que te acercas.

¿Qué chispa divina podría imitar esa dulzura que cargas?
¿Qué dios creador,
                   qué fuerza,
                             qué misterio se atrevería
                                           siquiera
                                                   a soñar con algo como tú?

Y aquí estoy,
con la esperanza frágil en cada palabra,
hablándole al silencio,
como si al nombrarte pudiera traerte,
como si este rezo mío alcanzara para que tú y yo
nos encontráramos en algún rincón del tiempo.

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Eduardo López

Eduardo López

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