I
La pienso.
A cada rato.
Cuando el mundo calla.
Cuando el mundo grita.
Cuando el café se enfría,
cuando el viento se mete por la rendija
y no hay más qué hacer que aguantar.
La pienso aunque no quiera.
Aunque me duela.
Aunque el cuerpo pida olvido
y la mente se niegue a obedecer.
La pienso como se piensa una herida:
con rabia,
con ternura,
con sed,
con todas las pinches ganas de que cicatrice.
Y de pronto,
así nomás,
una palabra suya —dicha al pasar,
sin saber lo que hacía—
llega.
Se mete entre las costillas
y me sana.
No del todo.
No para siempre.
Pero sí lo suficiente para aguantar otro día.
Bendita sea esa hora.
Aunque luego vuelva el silencio
y me haga pedazos otra vez.
II
No le dices a la nube
cómo ha de llover.
Ella baja sola
cuando mayo se parte en dos,
y se deja caer.
No le dices al mirasol
cuándo abrirse al cielo.
Él despierta en septiembre,
y el campo —de pronto—
cambia de forma.
La escarcha no pregunta.
Nomás llega.
Y en diciembre,
los tejados amanecen
como si hubieran soñado
con el cielo.
Y tú tampoco preguntas.
Nomás llegas.
Y se me deshace el alma.
Apenas me miras
y ya se me acaba el mundo.
Como si fueras
junio, neblina, flor,
agosto, granizo,
tierra mojada,
bruma en la milpa,
el viento en las jacarandas,
el relámpago antes del trueno,
el canto del grillo al borde del sueño,
la primera hoja que cae en octubre,
la voz del río en enero,
el humo del fogón en noviembre,
la tristeza callada de febrero.
El temblor del campo en marzo,
el olor a lumbre en la ropa,
el eco del gallo a deshoras,
el polvo de abril en los caminos,
el sol rajando las piedras en julio,
la sombra tibia de una enramada,
la fruta madura cayendo sola,
el crujido de la noche,
la nostalgia de algo que aún no ha pasado
pero que ya está siendo,
otoño, invierno, primavera, verano.
Nomás sucede.
Como tú.
Como esto.
Como querer sin remedio.
III
Desperté sin el sudor de siempre.
El frío andaba cerca,
pero no me tocó.
El cielo
—gris, bajo, cansado—
se derramó en silencio.
Y yo,
por dentro,
me dejé llover.
IV
El hombre nace bueno.
Pero entonces ve esos ojos
marrones, hondos,
como bosques en otoño,
como vino derramado en la penumbra,
ojos que lloran y arden,
que suplican y condenan,
ojos de miel oscura,
de sombra que acaricia.
Y son ellos los que lo corrompen.
V
Quizá no me responde
porque no sabe qué hacer con la ternura.
Se le escurre entre los dedos
como agua que no pidió para su amargura.
A ella no le dicen cosas bonitas.
No le llegaron flores
ni palabras hechas sombra
para el sol de sus días.
Así que cuando le hablo
—cuando le digo que es
como la lluvia buena en tierra seca—
se espanta,
como si le hablara el viento
o un muerto que regresa nomás para decir:
“Mira, también hay amor aquí.”
Pero yo sigo.
Sigo porque sé
que un día sus ojos van a creerme.
Y ese día,
el mundo será menos árido.
VI
No es por falta de carne,
ni por miedo a tocarla.
Es que lo que nace en mí cuando la veo
no tiene forma de llama,
sino de brisa.
La pienso con una canasta de naranjas,
caminando descalza por un patio tibio,
riendo por cualquier tontería que le diga.
La pienso sentada a mi lado
mientras el sol se esconde lento
tras el cerro,
y el café se enfría en la mesa
porque su voz me entretiene más que el sorbo.
No quiero su cuerpo,
lo que quiero es su sombra junto a la mía
en la tierra seca,
y su paso firme cuando vamos al río.
Quiero que me diga cómo se llaman las flores,
que me enseñe a hacer tortillas delgadas,
a remendar costuras deshilachadas,
que se ría cuando el maíz no me obedece,
que me cante alegre cuando amanece.
La deseo, sí,
pero como se desea la lluvia en mayo:
para que lo que llevo dentro florezca.
La deseo como se desea un silencio compartido,
como se quiere una piedra donde sentarse al atardecer
y mirar sin prisa cómo el día se va cayendo.
Quiero que me cuide con los ojos,
que me nombre sin hablar,
que me guarde en la palma como se guarda
una semilla buena.
La pienso para cosas largas:
para tardes de pan con miel,
para caminatas por calles viejas,
para charlas de nada,
para dormirme oyéndola contar
cómo era su infancia.
No es deseo lo que me arde.
Es cariño.
Y el cariño no quema:
ilumina.
Comments
Martha
¡Qué bonito escribes! Nada que agregar.